miércoles, abril 20, 2011

Las madrugadas mínimas

Aunque las temidas unidades de combate Mark IV nunca fueron diseñadas para la práctica del sexo con humanos, el final de la guerra contra los muyahidín atascó de chatarra desnortada los callejones de la Interzona Joviana. En una sucesión enloquecida de noches de cuatro horas, el reflejo de una docena de lunas se distrae acariciando la sangre seca que motea el amable perfil de las moles de titanio. Cuando la nostalgia te asola en un planeta sin mando, no bastan los vientos ciegos para dulcificar el jadeo de un servomecanismo. Nada hay más ensordecedor que el eco de los días en que matar estuvo subsidiado.

Ebrio de todos los venenos, baronarcotizado, recorres el zucq interminable, buscando algo, quizás su centro. La sinceridad de una pared, de un suelo, la promesa de un límite de nube, la afrenta de una arista feroz e insoslayable, todo insulta; a cada instante algo gaseoso y trivial insulta. La cadena de pasos se desmadeja en un atropello tembloroso de impactos sobre la fugaz horizontal, una carrera tiritada a través de un laberinto de inmensas cajas de zapatos. Ahora la pared se vuelve suelo, con reparos las manos relevan a los pies, ahora el feo estuche de vísceras experimenta un enloquecido giro antroposcópico y parece incluso que la realidad se inyectara de linfa y se inflamara y que de un momento a otro fuese por fuerza a reventar, pero el bálsamo de la velocidad mitiga toda la furia y destila el amable néctar de la autocomplacencia. Sin embargo, no basta, no hay sustancia en este planeta que consuele a una mente mechada de circunvoluciones cuando ha sido obligada a participar del esplendor del genocidio.

lunes, julio 05, 2010

El rapto

Sé que algo va mal y, sin embargo, no soy capaz de hacer nada por evitarlo. Como en todos los momentos decisivos de mi vida, estoy solo. La única diferencia es que aquí la soledad adquiere una presencia: es cada vez más azul, cada vez más fría, cada vez más envolvente. En mi mano izquierda un instrumento mide la soledad de mi cuerpo. La aguja ha atravesado la estación de las cinco atmósferas. Cierro los ojos y anoto bajo mis parpados las cuentas. Este segundo que pronuncio me acerca medio metro más al fondo. Estoy cayendo. Y como en todos los momentos de mi vida, estoy cayendo solo. De la oscuridad circundante no brotan manos que me ahorren la caída. Ya no puedo eludir la necesidad de abandonarme al vértigo. Con la mirada busco el éxito en mis pies, que son mi embajada en este abismo. La luz, tan perezosa, apenas me escoltó los primeros metros. De ella sólo quedan ya anécdotas de luz, trazas de fuego en suspensión que amenizan la caída y me hacen sentir menos alimento para leviatanes. Mis pies, como siempre, columpiándose sobre el abismo. Esa parte de mí tan lejana y tan querida.

He hecho bailar mis pies sobre todos los abismos de la Tierra. De los abismos lejanos se cuentan historias que me llenan de orgullo. Hay otros abismos más propios. De éstos nada he contado hasta ahora.