miércoles, abril 20, 2011

Las madrugadas mínimas

Aunque las temidas unidades de combate Mark IV nunca fueron diseñadas para la práctica del sexo con humanos, el final de la guerra contra los muyahidín atascó de chatarra desnortada los callejones de la Interzona Joviana. En una sucesión enloquecida de noches de cuatro horas, el reflejo de una docena de lunas se distrae acariciando la sangre seca que motea el amable perfil de las moles de titanio. Cuando la nostalgia te asola en un planeta sin mando, no bastan los vientos ciegos para dulcificar el jadeo de un servomecanismo. Nada hay más ensordecedor que el eco de los días en que matar estuvo subsidiado.

Ebrio de todos los venenos, baronarcotizado, recorres el zucq interminable, buscando algo, quizás su centro. La sinceridad de una pared, de un suelo, la promesa de un límite de nube, la afrenta de una arista feroz e insoslayable, todo insulta; a cada instante algo gaseoso y trivial insulta. La cadena de pasos se desmadeja en un atropello tembloroso de impactos sobre la fugaz horizontal, una carrera tiritada a través de un laberinto de inmensas cajas de zapatos. Ahora la pared se vuelve suelo, con reparos las manos relevan a los pies, ahora el feo estuche de vísceras experimenta un enloquecido giro antroposcópico y parece incluso que la realidad se inyectara de linfa y se inflamara y que de un momento a otro fuese por fuerza a reventar, pero el bálsamo de la velocidad mitiga toda la furia y destila el amable néctar de la autocomplacencia. Sin embargo, no basta, no hay sustancia en este planeta que consuele a una mente mechada de circunvoluciones cuando ha sido obligada a participar del esplendor del genocidio.

 Las unidades de combate Mark IV ganaron las guerras que empezaron sus diseñadores. Una vez proclamada la victoria, en recompensa, estos las recolectaron y acompañaron hasta un simulacro de Asgard, un sueño sólo para berserkers que tarde o temprano se veía interrumpido por la caricia azul de un láser. Los avatares de la contienda desperdigaron moles más allá de las zonas militarizadas. Algunas unidades quedaron aparcadas en ciclos muertos, quizá en bucles inofensivos, o bien iterando maniobras para la aniquilación de un enemigo ya inexistente. Pero otras se extravieron en procesos erráticos, invocando rutinas a las que nunca estuvieron destinadas. Todas, antes o después, darán satisfacción al apetito criminal de un niño.

Yo he tenido la oportunidad de inespeccionar la anatomía de un Mark IV y nadie logrará convencerme de que en la mente benévola de los diseñadores no estuvo alguna vez alojada la idea de amenizarnos la campaña. Encontré perfiles que en modo alguno podrían responder a necesidades defensivas. Encontré nichos que no conducen a ningún puerto de entrada. Encontré superficies acolchadas y concesiones a la ergonomía impropias de mecanismos cuyo único objeto fuese la aniquilación. Nuestros hombres luchaban codo con codo junto a máquinas capaces de reducir curtidos milicianos a túmulos de carne suplicante y sin ojos. Nuestros hombres entraban en el campo de batalla escoltados por estas creaciones tecnológicas para las cuales la piedad es un número entero.

Y hoy me parece inevitable. Las madrugadas mínimas de Júpiter son inmunes a la intimidad de un contacto sexual y en esta vertiginosa sucesión de ciclos encuentro yo la fuente de todas nuestras desdichas. He ahí tan solo una de las muchas razones que demuestran que hemos ejercido de hombres en un infierno que no fue pensado para hombres.

Las lunas se emboscan entre sí. Nadie puede anticipar su trayectoria. Como estrellas fugaces. El sol interrumpe e inflama la atmósfera y perfora las órbitas de nubes con su presencia ineludible. El aliento refulge. El humor vítreo se licua. Hierven los ojos. La saliva de la boca sabe a viento solar y a galope de metástasis. Respirar exige semanas. Mientras, las piernas se siembran de tics y basta un escalofrío para desencadenar una carrera espontánea hacia el abismo. Tarde o temprano aborreces el matiz de tus lamentos en atmósferas de argón. Un desahogo fugaz es en este maldito planeta doblemente fugaz. El suplicio es, por contra, doblemente penoso.

3 comentarios:

  1. ¿el dulce porvenir es por aquella comedia de atom egoyan?

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  2. Necesita al leerlo de una música que inunde la imaginación mientras se contemplan las lunas emboscadas, el sol inflamado, la saliva como viento solar... Son líneas rápidas, complejas como un estribillo lanzado a gritos al abismo estelar.

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